Tres ataques que pasaron a ser cinco y cinco se convirtieron en una noche y mañana en vela en la que no sabíamos cómo aliviar su sufrimiento.
Después del quinto ataque creí que sería el último y lo acosté conmigo, pero su corazón latía a mil por hora y su respiración era incesante, lo acaricié hasta que se durmió pero cuando me movía se despertaba y yo continuaba acariciándolo y diciéndole que se tranquilizase que yo estaba ahí.
Hasta que le dio el próximo ataque en el que los espasmos eran casi incontrolables, cuando se recuperaba temía dormirse, así que, recorría la casa de habitación en habitación como si fuera un autómata, yo lo perseguía diciéndole de ir a dormir pero él continuaba su camino desde una punta a otra de la casa sin cesar, una vuelta y otra, las siete de la mañana en mi reloj y por fin se acostó con mi hermano, conseguí dormir dos horas, hasta que escuché la conversación con el veterinario. Los ataques habían continuado cada vez con más frecuencia, ya eran casi continuos, desembocando en una ceguera y un sufrimiento incansable, contemplaba a mi pelusa dar vueltas como un zombie por toda la casa, sin ver dónde iba, tropezando con cada obstáculo y cayéndose a cada paso, lo llamaba y no me oía, le decía que me mirara y no me veía, ya no era mi ternura. El veterinario decía que ya era el final que ya estaba rabiando de dolor y sólo había una solución.
Así que, conseguí tomarlo y abrazarme a él, en esos minutos cesó su respiración y halló por un segundo la calma, le dí un beso y me abracé con fuerza llorando, pero se levantó y continuó dando vueltas por la casa, hasta que se fue a dar un largo paseo. Me dormí durante unas horas y al despertar pensé que había sido un sueño, pero no, ya no estaba allí para despertarme, para cuidar de mí, para menear su cola cuando entraba por la puerta, para quedarse conmigo cuando estaba sola, para dejarme abrazarlo.
Descansa en paz pequeña pelusa, hice todo cuanto pude para hacerte feliz, ya no habrá más sufrimiento.